viernes, 30 de octubre de 2009

24 de Octubre

Esperaba con gran emoción ese día, y aunque es frecuente que cuando esperas algo con ansia la realidad te devuelva una suceso plano, ésta vez no. Fue más emocionante de lo soñado, a pesar de ser distinto.

Si lo pienso en profundidad no puedo razonar lo que sentí, pero es que son eso, sentimientos. Los dos estaban comprometidos desde hace muchos años, los dos se querían casi desde siempre, los dos se habían confesado la ilusión de querer compartir sus vidas, los dos, en definitiva, se habían casado un tiempo después de conocerse, cuando, tras saber que los días de rosas y de complacencia habían pasado, y tras haber compartido más sinsabores que bonanzas en algunas temporadas, sintieron que el barco seguía a flote y los dos tenían ganas de poner sus cuatro manos en el timón para navegar hacia el mismo horizonte.

Por eso no puedo explicar la gran ilusión que me hacía esta boda. No puedo explicar por qué me dieron ganas de llorar (y lloré) de alegría y emoción. No puedo explicar cómo me pareció estar muy cerquita de ellos durante todo el día aunque fuéramos tantos celebrándolo. Pero así fue, y les agradezco el día genial en que se convirtió este 24 de Octubre.

Sólo me resta desearles que la felicidad que irradiaron durante todo el día les acompañe en cada uno de los pasos que les quedan por dar, que son muchos. Y si no es mucho pedir, que me dejen disfrutar con ellos de lo que me corresponda, como grandes amigos que somos.

jueves, 8 de octubre de 2009

Uno para otro

Lleva toda la tarde tirada en la cama, escuchando música a todo volumen y hablando por teléfono, con sus amigas, poniéndose de acuerdo en el look que van a lucir esta noche.

Y es que la noche del sábado requiere muchos preparativos. Parecía que se iba a hacer eterna la tarde, pero ya es la hora. Mira el reloj de Betty Boop que hay sobre su mesilla. Son las siete y media. Se levanta de un salto. Abre el segundo cajón de la cómoda y saca el conjunto de sujetador y tanga que había decidido ponerse. El rosa de encaje, el que siempre deja envuelto en papel de seda. Va directamente a la ducha. Allí se apilan tres o cuatro botes de gel y champú, de tamaño familiar, en una esquina de la mampara. Pero ella busca en su bolsa de aseo y saca dos botes pequeños. Uno de champú y otro de mascarilla capilar, de olor a mora los dos. Rebusca y extrae un exfoliante para el cuerpo, “frescor oceánico” reza la pegatina. Toma una ducha de forma relajada, recreándose en su largo cabello, masajeando y volviendo a masajear las piernas. Sabe que está sola en casa y nadie la va a chillar por malgastar el agua. Cuando termina, sale sin usar la toalla y se aplica un aceite hidratante generosamente, mientras se mira en el espejo, se mira y se admira.

Luego se pone lentamente la ropa interior, disfrutando del contraste del encaje rosa sobre su piel tersa, brillante, morena. Se queda largo rato frente al espejo, mientras su cuerpo va absorbiendo todas y cada una de las esencias del aceite, y ella se ve relucir. Después, con el pelo envuelto en una toalla, comienza la ardua tarea del maquillaje. Se sienta en la esquina de la bañera y conecta el espejo de aumentos, que ha posado sobre la encimera del lavabo. Tiene el sitio medido, estudiado, para que no haya reflejos, para ver perfectamente el contorno triangular de su cara, para no tener que estirar demasiado el cuello. Deja la caja del maquillaje a su lado, en la repisa de la bañera, en perfecto equilibrio.

Empieza con una ampolla fijadora. La esparce con mimo, por todo el rostro, por el cuello y el escote, aplicando una suave presión con las yemas de sus dedos. Luego la crema hidratante, de la misma forma. Después se detiene un momento, pensando en la combinación de colores ideal para la ropa de hoy. Finalmente, extrae de la caja varios lápices, tres frascos, un par de sombras y otros pinceles. Los deja a un lado. Con sumo cuidado, comienza el ritual semanal. La base, los polvos, el lápiz delineador, una sombra, difumina, otra sombra, difumina, otra línea, rectifica, difumina, el rímel, el eyeliner, el colorete… Procura no dar un paso en falso porque sabe el desastre que supondría, por eso va despacio, poniendo los cinco sentidos en lo que hace, dibujando mentalmente el trazo antes de darlo, observando la simetría y comprobando satisfecha que a veinte aumentos está perfecta.

En el momento que el maquillaje está como había pensado, le toca el turno al cabello. Toma el secador y ocho pinzas, y divide el pelo en ocho partes exactas, partidas por líneas impecables. Una vez así, seca cada mechón con parsimonia, encandilada por los reflejos que consigue. Al acabar, se cepilla un rato, comprueba que las puntas están sanas, que el corte no se ha estropeado, que sigue teniendo el cabello precioso, como su madre, como lo tuvo también su abuela. Se hace una cola de caballo bien alta y se vuelve para cerciorarse en el espejo de que la cola cae justo entre los omoplatos, y de que sobrepasa el cierre del sujetador.

Una vez maquillada y peinada va a su cuarto y se viste, decidida, como había quedado con sus amigas. La camiseta de escote en uve, que deja ver una esquina del encaje del sujetador a cada lado. Las medias de rejilla, esas que no sabe a ciencia cierta si le gustan o no, aunque sí sabe por qué se las tiene que poner. La minifalda vaquera, con los bolsillos deshilachados, que se cierra justo sobre el pubis, de forma que se vea bien el piercing del ombligo, casi tan brillante como su piel. Finalmente se calza las botas camperas de tacón, sus preferidas, sin las que no va a ningún lado, que le gustan más cuanto más se desgastan, que se acoplan perfectamente a sus gemelos, que la suben diez, veinte, treinta centímetros la autoestima. Se pone los pendientes enormes y se observa de nuevo. Faltan complementos. Escoge dos collares de entre una maraña y, tras desenredarlos cuidadosamente, los cierra sobre su nuca y ajusta el largo. Se cuelga el bolso y coge la cazadora, de piel las dos prendas, desgastadas, como las botas, como la minifalda, como las noches.

Cuando se siente lista para marcharse, pasa de nuevo por el baño para el último toque. Se aplica hidratante en los labios y con cuidado de no tocar el resto del rostro los perfila, con un lápiz de color neutro, que apenas se nota. Luego se pone un poco de brillo de labios, en el centro, porque así parecen más carnosos.

Para terminar, busca la brocha de su madre, la de la borla enorme y sedosa, para ponerse el toque final de polvos traslúcidos, los que le dejan la piel como si fuera porcelana, y eliminan todos los brillos. Contenta y segura, coge las llaves y sale a comerse la noche.

Pero lleva la frente blanca. No se ha dado cuenta, o quizá sí, y su frente está completamente blanca, inmaculada. Ni al aplicarse la ampolla, ni la crema, ni al maquillar los ojos a veinte aumentos, ni siquiera al darse los polvos se ha fijado en que la frente está blanca. Puede que al recogerse el cabello se lo haya parecido, pero no le ha importado, apenas se ha fijado un segundo, después se veía bellísima de nuevo. Así que ha salido a la calle con su frente blanca.

Unas cuantas horas después, entre la falta de luz, los juegos entre amigas, el sudor y el baile, nadie puede apreciar ya el trabajo que ha dedicado a prepararse. Agotada de bailar con sus amigas y con ganas de algo más, se sienta en un sillón junto a la pista de baile y mirando hacia la barra de reojo, busca un candidato para seguir la fiesta.

Un chico de camiseta negra y pulseras con tachuelas. Descartado. Otro con vaquero de dos tallas más de la que le corresponde, con el pelo revuelto y camiseta de un grupo de música desconocido. Descartado. Otro chico algo mayor con rastas y camisa de lino, con sandalias desgastadas. Gracioso, pero descartado. Y al final de la barra le ve. Alto, moreno, apoyando un codo en la barra y mirando con descaro a las chicas que bailan en el centro, solo pero seguro. Le mira de abajo a arriba: zapatos modernos y limpísimos, el vaquero bien prieto y un cinturón de hebilla enorme justo en su sitio. Camiseta negra sin apenas dibujos, completamente pegada a la piel, marcando sus músculos, ofreciéndolos. Y el rostro, bien parecido, labios finos pero jugosos, nariz pequeña y simétrica, ojos profundos y la frente blanca. Él se ha dado cuenta, como algunas otras veces, antes de salir de casa, y ha intentado tirar un poco del flequillo del que nace la cresta que se ha peinado hoy, pero no hay caso. La frente está blanca.

Ella al verle y calibrarle se levanta y se dirige hacia él. Él la ve venir. Se miran. Se miran y se reconocen al instante. A veces el destino sí está escrito.

domingo, 4 de octubre de 2009

Lenguaje

mendrugo alianza guirlache astro murmullo mirlo bonsái tormenta embarazoso salmuera mitra barba fruslería zarigüeya brisa susurro cuántica trastabillar misterio señuelo escama ciclón estrella charanga morsa compás letra cuarzo lengua cielo diario madrugada cornamenta silencio bizcocho cigüeñal trufa viento espiral mayestático brasa plata sarmiento espabilar drago soplar estraperlo ciervo hueso siesta cáscara astral martirio semblante reciclaje firmamento isleño patria madroño cuenco rastrear saciedad clemencia samba anzuelo mancuerna ostra arrabal dendrita embaucar compadre boliche trampantojo jergón sortija espejismo charlatanería diezmo juglar mordiente níspero octavilla peregrinar sobresalto mariconera ungüento valva zambullida trovador selva agridulce mimbre brizna fieltro clavicordio enlazado silbar glotonería marmota prestidigitador adviento discente astracán renglón laurel invento holgazán fascinante armónica crueldad tornado ballesta
Cada esquina del castellano es sorprendente.
Pero, ¿cuál es la palabra que no encaja? ¿Os atrevéis?

viernes, 2 de octubre de 2009

Muerta de miedo

Escribo estas palabras que no sé si serán las últimas que pronuncie, aunque en silencio.

Estoy en el trabajo. Os pongo en situación: mi "oficina" está en el sótano del edificio, y sólo tengo compañía de más "trabajadores" de 8 a 9 de la mañana. Los "clientes" bajan al sótano y esperan pacientemente sentados a lo largo del pasillo a que yo les atienda. Al final del pasillo hay una puerta de salida del edificio que sólo está abierta de 8 a 9, digamos que estoy en un callejón sin salida.

Como soy muy hacendosa, no se me suelen acumular los clientes, y tengo ratos libres si voy adelantando el trabajo. Así que suelo dejar la puerta abierta para que al llegar la gente sepa que no estoy ocupada.

Pues hace un momento oigo pasos y ruido de gente hablando. 'Llega la siguiente tanda de clientes' - pienso yo. Me aclaro la voz y digo: ¡adelante, pasen! Como no contestan y siguen hablando alborotados pienso que no saben adónde dirigirse porque no ven a nadie esperando a la puerta, como suele ocurrir. Así que repito: ¡para el formulario B5 aquí, pasen!

Cuál es mi sorpresa cuando veo desfilar a un grupo de personas, 7 u 8, de una etnia distinta a la mía, que a veces asusta un poco. Y estos asustaban de veras. El primero blandía una fusta de un caballo. El segundo una barra metálica, que si bien era dorada y parecía haberla quitado de las cortinas del salón, también daba la impresión de ser dura. Y entre los siguientes, otro llevaba un palo. No me ha dado tiempo a ver más porque me he encerrado con llave en la oficina.

Primero han debido intentar salir por la puerta del final, que está cerrada, y no la han roto de milagro porque es de cristal. Luego han llamado a mi puerta y les he chillado (amablemente, eso sí) que estaba muyyy ocupada. Con todos mis nervios he intentado buscar la extensión de seguridad, pero en mi listín provisional de teléfonos no viene. Así que he llamado al "conserje" que no me ha cogido. Finalmente he llamado a una administrativa que al oir lo que le contaba ha exclamado - ¡ostia!- y me ha colgado. Yo seguía oyendo revuelo y golpes de puertas, pero no he abierto.

Finalmente, a los 2 ó 3 minutos (que he de confesar que se me han hecho eternos), ha venido seguridad, pero no había rastro de los revolucionarios y todo ha quedado en un susto. ¡Pero vaya susto!

Bueno. Parece que seguiré expidiendo formularios B5 tranquilamente toda la mañana, y que estas no van a ser mis últimas palabras. ¡Qué alivio!

jueves, 1 de octubre de 2009

Espinita

Es como cuando se te mete la canción del verano entre las neuronas y no hay manera de sacarla. Que estás tan tranquila viendo la tele y de repente te descubres canturreándola. Y no te gusta. Es más, la detestas, te pone de los nervios el chunda-chunda. Pero te vas a la ducha y vuelves a tararearla. Pones un disco de los que se pueden cantar a voz en grito, de los que más te gustan, pero no hay caso. Cuando termina, la canción que está en tu mente vuelve a ser la del verano, y le pides perdón en silencio a tu grupo favorito por no poder ocupar tu mente de esa forma con sus canciones.

Algo así es lo que me pasa. Parece que todo va bien, que no hay problemas, que la vida me sonríe. Y es así realmente. Sólo que hay una pequeña mancha en las gafas que no me deja ver bien. Mira que froto y refroto, pero que no se va. Me las pongo, parecen relucientes. Y a media mañana aparece la manchita. O el mosquito que me persigue. Me olvido de él, incluso parece que le he aplastado con el último manotazo. Pero a las dos horas está de nuevo revoloteando, con ese zumbido tan desagradable. ¿Y a quién le puede importunar un mosquito? Pues aunque parezca una bobada, ensombrece un poco el día, e impide el estado de felicidad completa.

Y no hay caso. Por más que intento no pensar en la manchita, en la canción del verano, o en el puñetero mosquito, no lo consigo y me sacan de quicio. Hay días en los que ni siquiera aparecen. Otros sólo vienen una vez, o dos. Pero hay otros en los que tengo a toda la tropa dando vueltas entre mis pensamientos, impidiéndome pensar claro. Lo peor de todo es que ya sé que no tengo nada que hacer, la batalla está perdida. Sólo esperaré a que se vayan. 


Me sigue sorprendiendo la capacidad de Quino para explicar con cuatro trazos lo que yo no sé explicar ni en tres párrafos.