viernes, 15 de octubre de 2010

Esencial

Pasa el tiempo y aunque algunas cosas van cambiando hay otras que siguen igual que siempre. Y está bien que sea de esta forma, tener un punto de referencia al que mirar, que no se mueve, que te da la estabilidad que crees que desaparece cuando sopla marejada.

Así va pasando sucesivamente. Aunque parece que todo se va a dar vuelta de vez en cuando, algo acaba cambiando, el color, la forma, el lugar, pero la esencia permanece; al final lo importante sigue siendo lo mismo de siempre, los mismos de siempre.

Me encuentro con que este año (mi año va de septiembre a septiembre, y el de mucha gente más, pues es más natural que el año natural) han pasado muchas cosas, que bajo un punto de vista pueden considerarse importantes (casarse, acabar una carrera, vislumbrar por fin un trabajo digno, un sueldo digno), y no digo que no lo sean, pero por enormes que parezcan, yo sigo siendo la misma, no siento que nada haya cambiado. Y me gusta que sea así.

No he crecido, lo que sí sería trascendente, y sigo sin usar tacones. Tengo los mismos vicios, que son pocos pero me dan vida. Me emociono con las mismas cosas y me siguen reventando las mismas infamias. No me gusta detenerme mucho delante de los espejos por si un día descubro qué es lo que no encaja. Mi familia sigue siendo mi tesoro, y en este punto sólo puedo decir que he ganado (más familia). Me encanta el color rojo, y el azul, pero resulta que el que me sienta bien es el morado, que no me acaba de convencer y me parece agresivo.

Sigo teniendo los mismos amigos, los de verdad y los de mentira (todos insustituíbles), y los que se quedaron en el camino apenas duelen, aunque sí echo de menos a los hermanos de ojos verdes y a alguno de los locos albéitares. Me sacan de quicio las conversaciones huecas, me hacen sentir incómoda. Mantengo la aversión patológica hacia todos los fumadores (salvo honrosas excepciones). Tengo la mala costumbre de dejar todas las tareas pendientes para el final, y hacerlas al límite de tiempo, sólo por remolonear en tonterías. No me gusta, pero soy incapaz de cambiarlo.

Me encanta la cocina, aunque me entra el miedo escénico cuando no cocino para ti. Disfruto inventando sabores que a veces se desvanecen en segundos, y otras veces quedan en el fondo del cajón de las recetas secretas. Me gusta dormir con la persiana levantada, para guiñar los ojos cuando me da el sol en la cara y reírme de la mañana. Y dormir tocándonos sólo con un pie. Me gusta leer, lo que sea, pero no me suelo acordar de todo lo que intento aprender, por eso acostumbro a equivocarme siempre con las mismas cosas.

Me place hablar por teléfono, no por el aparato, sino porque me encanta hablar, saber y contar, y como las personas imprescindibles no están aquí, hablar por teléfono me hace sentirlas cerca. Me gustan además los silencios al teléfono, porque hacen que la conversación sea real, casi como en persona (casi). Me gusta llamar, y además que me llamen, porque ya sé que lo peor que les puede pasar a dos personas que se quieren es que pierdan el contacto.

Sigo enfadándome por las mismas tonterías, y me sigue deleitando comprobar que el hilo invisible que nos une continúa intacto. Que encuentro tus ojos entre la multitud y nos entendemos con un suspiro. Que nos mueven las mismas palabras, los mismos gestos, los mismos pensamientos. Me gustan las mañanas en que me arropas mientras yo susurro palabras sin sentido y me deslizo hasta el hueco que has dejado, en el que encajo como si fuera un abrazo.

Me irritan las relaciones superficiales y las personas ‘bienquedas’. Me desagrada hacer las cosas para halagar a alguien sin sentirlo, por compromiso. Por eso prefiero los detalles tontos que implican vínculo. Disfruto con la música, desde siempre, sólo por placer y además intentando significarla, aplicarla. Es uno de los motores de mi vida. Me gustan las noches de charlas y confesiones que acaban al amanecer, cuando ya nadie consigue mantener los ojos abiertos, y nadie es capaz de poner algo más de sí mismo en juego.

Adoro las tardes en las que no hacemos nada, y los lugares que encontramos por casualidad, que se acaban convirtiendo en parte de nosotros. Pienso todavía que los mejores planes son los que apenas se planean, los mejores discursos los que se improvisan, y la mejor palabra que puedes decir la que sientes de verdad, que sustituye a la más ostentosa y a la que el otro quiere oir. Me gusta el olor del mar, el de la hierba recién segada, el de la tierra mojada después de una tormenta, y me entretengo mirando cómo cambia la forma de las nubes, o buscando las constelaciones que no conozco en el cielo estrellado de verano.

A veces creo que nadie se da cuenta de lo que necesito a las personas (con mayúsculas, no a la gente), ni de que algunas me necesitan a mí, pero hay instantes en que se enciende una chispa que ilumina la realidad, y todo es claro, y todo se sabe sin que se diga nada. Esa magia también es un impulso vital. Me encantan los mensajes que se envían de madrugada, que en ocasiones te ponen en un aprieto, pero que acostumbran a ser clarividentes.

En definitiva, soy exactamente igual que hace un año. Quizá tengo alguna mancha más, alguna arruga en el cuerpo o en el alma, pero en esencia soy la misma, y los de alrededor también; por eso sé que no necesito ningún mapa para poder encontrar los rincones del mundo que me hacen ser feliz.


*Publicado originalmente el 24 de Junio de 2009, en el espacio Elena y el Trueno*

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