miércoles, 30 de junio de 2010

Muda de piel

Quizá estoy escuchando el sonido de las olas meciendo la barca que he dejado a la deriva mientras mi piel se tuesta bajo el sol, y lo único que hay alrededor es arena y salitre. Puede que esté alojada en el hotel más escandalosamente lujoso de Las Vegas con una maleta repleta de dinero sobre la cama, esperando una llamada de teléfono que nunca se producirá.

Hace mucho calor. Ahora estoy en el parque, dando patadas a un balón, que no se cansa de rebotar contra la pared. Los otros niños juegan en un pequeño estanque que hay en el centro del parque, salpicándose unos a otros. Puedo ver cómo han dejado todas las sandalias y las zapatillas amontonadas junto a un banco. Alguno, incluso, se ha quitado el pantalón. De vez en cuando me miran, cuchichean y se ríen. Al poco rato me marcho a casa. Mi madre abre la puerta. Veo como su sonrisa se torna en un momento en una expresión airada. Me da un cachete y me manda a mi habitación. Allí, repaso mi imagen en el espejo: el pelo empapado de sudor, la camisa abotonada hasta arriba, la pajarita en su sitio, los tirantes exactamente simétricos, los pantalones con vuelta justo por encima de la rodilla, los calcetines de canalé bien estirados, y los zapatos casi inmaculados, excepto por una manchita marrón, sobre un trozo de piel levantada, justo en la puntera del pie derecho.

En este momento soy una inmigrante subsahariana en España, buscando un pueblo en el que me contraten para la vendimia, y así conseguir unas pocas monedas que me proporcionen la certeza de que al menos esta noche mis cuatro hijos no pasarán hambre.

Ahora estoy vestido de civil, tomando un güisqui con hielo, con un codo apoyado en la barra y escrutando el tugurio entre humo y luces rojas de neón, intentando adivinar quién carajo será el tipo al que le pueda sonsacar algo sobre Jesse Brown, el narco que nos trae de cabeza en la comisaría desde hace dos años.

Vivo en Ibiza, en una casa que hemos construido entre todos, con nuestras manos. Es una casita de adobe, en la que tenemos todo lo necesario para vivir. La fresquera está en mi habitación, porque da hacia el norte, y como es poco luminosa, hace menos calor. Cultivamos la tierra y tenemos unas cuantas cabras y algunas gallinas, que nos proporcionan leche y huevos. Ninguno de nosotros come carne. Dedicamos el día completo a ocuparnos de nuestra granja. Si un compañero necesita que le echemos una mano, siempre estamos dispuestos. También fabricamos sandalias de esparto y Vera hace collares y pendientes con cordones de cuero y conchas que encuentra en la playa. Me está enseñando cómo se hacen, y así este verano venderé en los mercadillos, porque necesito dinero para ir a casa a ver a mis padres, a Londres. Al caer la tarde encendemos una hoguera en un cerco de piedras y nos reunimos alrededor después de cenar. Antes de apagarlo y dejar sólo unas brasas, cada uno encendemos una vela que nos ayuda dentro de la casa a encontrar nuestro colchón.

También puede ser que mañana, un hombre finlandés, desconocido para todos, con una gran fortuna, decida repartir todos sus bienes entre las poblaciones más desfavorecidas de África. A la vez, un japonés dueño de varias empresas de telefonía móvil, decide hacer lo mismo con los habitantes pobres de Centroamérica.

La habitación es muy pequeña, sólo hay una cama y una mesilla, y no tiene ventana. Está en penumbra, alimentada por la luz que se cuela por la rendija de la puerta. No sé cómo he llegado aquí. Intento levantarme, pero descubro que estoy atada por las muñecas a una argolla metálica anclada a la pared. Cuando voy a gritar, apenas oigo un susurro, y noto una punzada en la garganta. No tengo voz.

A lo mejor soy una niña de seis años, huérfana, que corre por las calles de una ciudad de la que no sé el nombre, sorteando tiroteos y suplicando para que la siguiente bomba caiga muy lejos de aquí, al otro lado de la ciudad, o en otra región, o mejor fuera de este país convulso por guerras no merecidas.
 
Es posible que yo sea una asesina en serie, de las que se ensaña con sus víctimas, y tengo por costumbre tatuarles una mariposa sobre el pecho, a modo de firma. Si a la policía se le ocurriera señalar en un mapa los domicilios de todas mis víctimas se daría cuenta de que forman la silueta de una mariposa. Que todas ellas compartían la afición de coleccionar mariposas es algo que descubrieron al principio. Igual que mi padrastro, antes de ser ejecutado por el asesinato de mi madre.

Puede que ahora mismo una revolución social contra el cambio climático se esté gestando en lo más profundo de todas las sociedades del mundo. Es posible que contagien a cuantos llega su mensaje, y en poco tiempo, con tenacidad y perseverancia, todos nos concienciemos de que hay que cuidar el planeta. Es posible que en pocos años los índices de contaminación bajen drásticamente, el deshielo de los casquetes polares se detenga y no nos acordemos ya de lo que eran los agujeros en la capa de ozono.

Ahora estoy montada en el asiento trasero de un coche de cristales tintados. Hablo por el móvil mientras envío un documento desde el ordenador portátil. Cambio los zapatos serios que he llevado todo el día por sandalias de tacón de aguja. Me quito la americana y coloco el top por dentro de la falda. Abato el espejo del reposacabezas delantero y me recojo el pelo con tres horquillas de brillantes. Retoco el maquillaje, mientras hablo de nuevo por el móvil y leo los informes por tercera vez. El alcalde no me pillará desprevenida esta vez. Intento poner cara de seguridad frente al espejo. Me convenzo a mí misma. Tras unas cuantas llamadas más, de trabajo de última hora, consigo aplacar los nervios antes de que el coche se detenga a la puerta del restaurante. Veo al alcalde esperando en la entrada, con varias personas de su confianza. Me abren la puerta del coche, pongo el pie decidido sobre el tacón, el tacón sobre la acera. En ese momento me doy cuenta de que no he avisado a Pedro de que no me esperara a cenar. Por quinto día consecutivo. Se me cae el fular. Un mechón de pelo resbala de la horquilla y cuelga caprichoso sobre la espalda. Los informes comienzan a temblar en mis manos.

Quizá en este momento cualquiera de estas cosas pueda suceder. Ahora mismo todo es posible. Porque estoy leyendo un libro.


lunes, 21 de junio de 2010

El Trajecitos

Imagina que acabas de empezar a vivir en un piso nuevo, en una ciudad nueva en la que no conoces a nadie. Imagina entonces que al segundo o tercer día de vivir en tu nueva casa, un día cualquiera por la mañana, aún de noche, en pleno invierno, cuando abres la puerta para salir de casa descubres que uno de tus nuevos vecinos está esperando el ascensor. No pasan muchas cosas por tu cabeza a esas horas de la mañana, pero aciertas a sonreír y dar los buenos días, para causar buena impresión, piensas. El tipo va de traje, tiene bastante más energía que tú, salta a la vista, y te toma el pelo, burlándose de la cara de sueño que llevas, y preguntándote si es que te cuesta madrugar. Te quedas ojiplática. Esa es su forma de darte la bienvenida. Y ese es mi vecino, “El Trajecitos”.

Es bastante peculiar. Lo mismo te gasta bromas en el ascensor como si fuera un chiquillo de 12 años, que se hace el viejo y alaba tu juventud. Igual acelera hasta el portal para subir en el mismo ascensor (por ahorrar luz, supongo), que quiere subir solo con su bicicleta.

Ha protagonizado unas cuantas escenas que para mí son cuando menos extravagantes. Sobre todo porque no hila las conversaciones, te propone esto o aquello, lo que le pasa en el momento por la cabeza, aunque no venga a cuento ni tenga por qué contártelo dentro de un contexto de cordial relación de vecinos. Yo creo que es que le caemos bien todos los habitantes de nuestro piso, menos el perro, al que no hace mucho caso. A nosotros también él nos cae bien.

Un día cualquiera le comentó a mi concubino que era DJ, de rock and roll puro y auténtico, y le dio varios datos para que le buscara en internet y escuchara algo de lo que pinchaba (y también para que viera las fotos, que no tienen desperdicio).

Otra mañana cuando llegaba yo a casa, vaciamos nuestros respectivos buzones y montó conmigo en el ascensor. Entonces, al descubrir que le habían enviado desde América un CD descatalogado de un grupo para mi totalmente desconocido, sufrió tal ataque de euforia, que me dio miedo estar encerrada en un espacio tan pequeño con él. Para recompensarme, me invitó a una sesión en la sala en la que suele pinchar. Yo ese día tenía una boda.

Al escribirlo me estoy percatando de que casi siempre me deja KO a primera hora de la mañana. Está claro que busca mi punto débil. Porque también fue por la mañana, después de dos años de feliz convivencia vecinal, cuando otro día, de nuevo en el ascensor, que es lo único que compartimos aparte de un tabique, me presentó a una adolescente que llevaba varios días acompañándole. -Esta es “Fulanita”, mi hija. Fulanita, ésta es una vecina muy simpática- (no sabemos nuestros nombres). No sé por qué nunca había pensado en esa posibilidad. Un tipo maduro (lo de interesante me lo ahorro, juzgad vosotros mismos), singular, con una novia también peculiar, que tiene un perro (la novia) al que el tipo maduro le desea la muerte, pues no me parecía que pudiera tener tanta vida detrás, y nunca mejor dicho.

Las conversaciones metafísicas que acostumbramos a tener en nuestros encuentros ascensoriles no soy capaz de reproducirlas, porque la mitad de las veces no las entiendo y además muchas son a las 7 de la mañana. Pero son curiosas, os lo aseguro.

La guinda a este pastel sucedió hace pocos días, más o menos un año después de conocer a Fulanita y más menos 11 meses después de que la viéramos por última vez. Una tarde, mientras me dedicaba a la limpieza intensiva del piso, llamaron al timbre. Tardé en reaccionar, a pesar de estar más lúcida que de madrugón, porque casi nunca llaman a la puerta, excepto para vender o robar. Me asomé a la mirilla y vi a un tipo vestido de negro, agachado, con un carro. Estuve por no abrir, pensando que venía a pedir. Pero justo le vi incorporarse y me di cuenta de que era El Trajecitos. Abrí sin más, como buena vecina, y me encontré con la bella estampa: El Trajecitos, con su chupa y su gorra, y una carro, sí, un carrito, de bebé, con una niña rolliza y preciosa. Él me dice de sopetón que venía a presentarnos a su hija. Yo, no sé si embobada por la niña o patidifusa con la noticia, sólo acierto a decir: -pero, ¿de quién es esta niña?-  Me repite, algo contrariado: -¡que es mía!- ((¡Ah, vale! Es que como no sabía nada, no se te ha notado nada la tripa, ni te he visto paseando feliz de la mano de una chica gorda, ni he visto meter en tu apartamento muebles lacados en blanco con una cuna de esas que se estiran, ni compartes el ascensor más que con nosotros, ni he visto en tu buzón la revista de Ser Padre, cómo iba a pensar que estabas a punto de ser Papá, a tus cuarenta y… Todo esto no se lo dije)). Le hice cuatro cumplidos sobre la niña que además eran ciertos, ella me sonrió infinito, y él, creo que contento, se metió en el ascensor, le dio al 0 y dijo: -se la voy a devolver a su madre.

Éste es El Trajecitos. Y nunca lleva traje.