jueves, 8 de octubre de 2009

Uno para otro

Lleva toda la tarde tirada en la cama, escuchando música a todo volumen y hablando por teléfono, con sus amigas, poniéndose de acuerdo en el look que van a lucir esta noche.

Y es que la noche del sábado requiere muchos preparativos. Parecía que se iba a hacer eterna la tarde, pero ya es la hora. Mira el reloj de Betty Boop que hay sobre su mesilla. Son las siete y media. Se levanta de un salto. Abre el segundo cajón de la cómoda y saca el conjunto de sujetador y tanga que había decidido ponerse. El rosa de encaje, el que siempre deja envuelto en papel de seda. Va directamente a la ducha. Allí se apilan tres o cuatro botes de gel y champú, de tamaño familiar, en una esquina de la mampara. Pero ella busca en su bolsa de aseo y saca dos botes pequeños. Uno de champú y otro de mascarilla capilar, de olor a mora los dos. Rebusca y extrae un exfoliante para el cuerpo, “frescor oceánico” reza la pegatina. Toma una ducha de forma relajada, recreándose en su largo cabello, masajeando y volviendo a masajear las piernas. Sabe que está sola en casa y nadie la va a chillar por malgastar el agua. Cuando termina, sale sin usar la toalla y se aplica un aceite hidratante generosamente, mientras se mira en el espejo, se mira y se admira.

Luego se pone lentamente la ropa interior, disfrutando del contraste del encaje rosa sobre su piel tersa, brillante, morena. Se queda largo rato frente al espejo, mientras su cuerpo va absorbiendo todas y cada una de las esencias del aceite, y ella se ve relucir. Después, con el pelo envuelto en una toalla, comienza la ardua tarea del maquillaje. Se sienta en la esquina de la bañera y conecta el espejo de aumentos, que ha posado sobre la encimera del lavabo. Tiene el sitio medido, estudiado, para que no haya reflejos, para ver perfectamente el contorno triangular de su cara, para no tener que estirar demasiado el cuello. Deja la caja del maquillaje a su lado, en la repisa de la bañera, en perfecto equilibrio.

Empieza con una ampolla fijadora. La esparce con mimo, por todo el rostro, por el cuello y el escote, aplicando una suave presión con las yemas de sus dedos. Luego la crema hidratante, de la misma forma. Después se detiene un momento, pensando en la combinación de colores ideal para la ropa de hoy. Finalmente, extrae de la caja varios lápices, tres frascos, un par de sombras y otros pinceles. Los deja a un lado. Con sumo cuidado, comienza el ritual semanal. La base, los polvos, el lápiz delineador, una sombra, difumina, otra sombra, difumina, otra línea, rectifica, difumina, el rímel, el eyeliner, el colorete… Procura no dar un paso en falso porque sabe el desastre que supondría, por eso va despacio, poniendo los cinco sentidos en lo que hace, dibujando mentalmente el trazo antes de darlo, observando la simetría y comprobando satisfecha que a veinte aumentos está perfecta.

En el momento que el maquillaje está como había pensado, le toca el turno al cabello. Toma el secador y ocho pinzas, y divide el pelo en ocho partes exactas, partidas por líneas impecables. Una vez así, seca cada mechón con parsimonia, encandilada por los reflejos que consigue. Al acabar, se cepilla un rato, comprueba que las puntas están sanas, que el corte no se ha estropeado, que sigue teniendo el cabello precioso, como su madre, como lo tuvo también su abuela. Se hace una cola de caballo bien alta y se vuelve para cerciorarse en el espejo de que la cola cae justo entre los omoplatos, y de que sobrepasa el cierre del sujetador.

Una vez maquillada y peinada va a su cuarto y se viste, decidida, como había quedado con sus amigas. La camiseta de escote en uve, que deja ver una esquina del encaje del sujetador a cada lado. Las medias de rejilla, esas que no sabe a ciencia cierta si le gustan o no, aunque sí sabe por qué se las tiene que poner. La minifalda vaquera, con los bolsillos deshilachados, que se cierra justo sobre el pubis, de forma que se vea bien el piercing del ombligo, casi tan brillante como su piel. Finalmente se calza las botas camperas de tacón, sus preferidas, sin las que no va a ningún lado, que le gustan más cuanto más se desgastan, que se acoplan perfectamente a sus gemelos, que la suben diez, veinte, treinta centímetros la autoestima. Se pone los pendientes enormes y se observa de nuevo. Faltan complementos. Escoge dos collares de entre una maraña y, tras desenredarlos cuidadosamente, los cierra sobre su nuca y ajusta el largo. Se cuelga el bolso y coge la cazadora, de piel las dos prendas, desgastadas, como las botas, como la minifalda, como las noches.

Cuando se siente lista para marcharse, pasa de nuevo por el baño para el último toque. Se aplica hidratante en los labios y con cuidado de no tocar el resto del rostro los perfila, con un lápiz de color neutro, que apenas se nota. Luego se pone un poco de brillo de labios, en el centro, porque así parecen más carnosos.

Para terminar, busca la brocha de su madre, la de la borla enorme y sedosa, para ponerse el toque final de polvos traslúcidos, los que le dejan la piel como si fuera porcelana, y eliminan todos los brillos. Contenta y segura, coge las llaves y sale a comerse la noche.

Pero lleva la frente blanca. No se ha dado cuenta, o quizá sí, y su frente está completamente blanca, inmaculada. Ni al aplicarse la ampolla, ni la crema, ni al maquillar los ojos a veinte aumentos, ni siquiera al darse los polvos se ha fijado en que la frente está blanca. Puede que al recogerse el cabello se lo haya parecido, pero no le ha importado, apenas se ha fijado un segundo, después se veía bellísima de nuevo. Así que ha salido a la calle con su frente blanca.

Unas cuantas horas después, entre la falta de luz, los juegos entre amigas, el sudor y el baile, nadie puede apreciar ya el trabajo que ha dedicado a prepararse. Agotada de bailar con sus amigas y con ganas de algo más, se sienta en un sillón junto a la pista de baile y mirando hacia la barra de reojo, busca un candidato para seguir la fiesta.

Un chico de camiseta negra y pulseras con tachuelas. Descartado. Otro con vaquero de dos tallas más de la que le corresponde, con el pelo revuelto y camiseta de un grupo de música desconocido. Descartado. Otro chico algo mayor con rastas y camisa de lino, con sandalias desgastadas. Gracioso, pero descartado. Y al final de la barra le ve. Alto, moreno, apoyando un codo en la barra y mirando con descaro a las chicas que bailan en el centro, solo pero seguro. Le mira de abajo a arriba: zapatos modernos y limpísimos, el vaquero bien prieto y un cinturón de hebilla enorme justo en su sitio. Camiseta negra sin apenas dibujos, completamente pegada a la piel, marcando sus músculos, ofreciéndolos. Y el rostro, bien parecido, labios finos pero jugosos, nariz pequeña y simétrica, ojos profundos y la frente blanca. Él se ha dado cuenta, como algunas otras veces, antes de salir de casa, y ha intentado tirar un poco del flequillo del que nace la cresta que se ha peinado hoy, pero no hay caso. La frente está blanca.

Ella al verle y calibrarle se levanta y se dirige hacia él. Él la ve venir. Se miran. Se miran y se reconocen al instante. A veces el destino sí está escrito.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante, no pensaba leerlo al ver el ladrillito pero al final me ha enganchado.
Sigue escribiendo.

La domadora de truenos dijo...

Pues no sé quién eres, pero muchas gracias por lo de "interesante", y no tantas gracias por lo de "ladrillito". Es que está escrito estrecho, hombre!

Borf dijo...

Jajajajaja, las nuevas tecnologías nos han malacostumbrado a no querer leer nada que tenga más de 15 líneas, aunque esté "escrito estrecho"...
A mi también me ha gustado, y también aguardo más...