viernes, 15 de octubre de 2010

Prisionera

Suena el despertador. Con los ojos aún cerrados quiere pensar que lo ha soñado, que aún son las tres y quedan horas por dormir. Abre los ojos, mira el reloj y no quiere creerle. Se queda quieta por un momento, escuchando… no ha desaparecido. El nudo en el estómago sigue oprimiendo, como si deseara hacerse dueño de esa parte de su cuerpo y echarla a ella. Se levanta mecánicamente y aprieta la tecla del contestador. Tampoco ha llamado de madrugada. Se prepara una tostada y desayuna despacio, frente al teléfono, intentando hacerse un hueco en su propio estómago.

Cuando sale a la calle vuelve a ser un día gris bajo un sol radiante, pero ella ya no lo nota. El nudo va creciendo, lo sabe, y se le hace más difícil que ayer oponer resistencia.

Al volver a casa escucha los mensajes del contestador. No ha llamado. Intenta comer algo, sentada junto a teléfono, para ver si así consigue echar dos o tres miedos de su tripa; pero están tan aferrados que no hay manera. Cuando despierta de la siesta, con el teléfono entre los brazos, no queda nada de su víscera. ¿Por qué no llama? ¡Tiene que saberlo!

Pasa toda la tarde y ni un solo ruido rompe el silencio que se cierne sobre ella. No distingue si es el estómago el que empuja hacia afuera, o el silencio el que aprieta hacia adentro. No aguanta más. Y no ha llamado. De nuevo tendrá que tomar las condenadas pastillas para deshacer el nudo.


*Publicado originalmente el 9 de Octubre de 2008, en el espacio Elena y el Trueno*

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